De Pas no se pintaba. Más bien parecía blanquecino. En efecto, su piel blanca tenía los reflejos del blanco En los huesos de la cara, un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias.
No era pintura, ni el color de la salud, ni publicador del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de atascamiento también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo.
En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de tabaco, lo más notable era la suavidad de un hongo; pero en ocasiones, de en medio de aquella gordura pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne informe.
La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba.
Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos
por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones
con la punta de la nariz muy grande. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias
de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y
calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la
mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y erguida semejaba el
candado de aquel tesoro.
La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello negro muy
recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de fuerza músculos, un cuello de
atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido eclesiastico, que hubiera sido en su
aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más
apuesto callejero de Vetusta.
COMPARACIONES:
Había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del blanco y de las medias.
Que era casi blanco , muy parecido a ese color.
No era pintura, ni el color de la salud, ni publicador del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre.
Que no se ponía rojo porque bebiera alcohol era de escuchar las cosas que decía la gente que sonrojaban y ponía a uno rojo en las mejillas.
En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de tabaco,
Que parecían al color del tabaco.
resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas.
Que era muy incomodo.
Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos.
quiere decir que eran como pequeños en ese sentimiento.
La barba puntiaguda y erguida semejaba el
candado de aquel tesoro.
Que era como el oro.
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